El Combate de San Lorenzo, primera intervención bélica del General San Martín en América, puede ser visto como una metáfora, una puesta teatral o una obra de arte.
Todos los actores cumplieron su papel a la perfección en un juego de ambigüedades y certezas.
San Martín que quizás era masón, ocultó su fe y su estrategia de guerra detrás de un convento católico, seguramente construido por los descendientes de los antiguos masones medievales.
Los españoles que eran católicos, se dirigieron al convento, en perfecta formación lineal y al ritmo del tambor, para demostrar la rectitud de su fe, disimulando sus reprochables intenciones conquistadorasPara organizar el combate, San Martín posiblemente contó con un cerebro perfectamente equilibrado: un racional hemisferio izquierdo formado en la austeridad espartana de las academias militares y un sensible hemisferio derecho cultivado en los dulces cantos de su madre y los perfumados y coloridos atardeceres indígenas del Yapeyú.
No es raro entonces que San Martín ordenara un ataque desde dos flancos, el izquierdo y el derecho a fin de asegurar un triunfo bien equilibrado, a ser logrado en el centro geométrico de la convergencia en donde indudablemente se encontraría el estandarte español.
Sin embargo como bien ha reflexionado Karl Von Clausewitz, la guerra no es un arte demasiado preciso y las circunstancias mejor planeadas pueden cambiar en un instante, movidas por un azar caprichoso y desprejuiciado.
Atentando contra el perfecto esquema teórico del General, un disparo de cañón impacto y derribó a su caballo, interrumpiendo el frenético galope hacia el punto de encuentro fijado, volviendo incierta la solución de aquel teorema geométrico.
Pero como el destino suele ser riguroso con sus planes y habiendo previsto otras glorias futuras para San Martín, decidió no tomar su vida en aquel instante fatal.
Y así el hombre genial y el fiel animal, juntos derribados en medio del fragor creciente de aquel encuentro, se transmutaron tal vez en un magnifico centauro sumando energía y valor, para continuar inspirando a los hombres, aun en la caída.
Dos granaderos uno blanco y uno negro, subyugados a no dudar por la mitológica aparición, rápidamente se colocaron uno a cada lado del paladín caído para cubrirlo como magníficos ángeles protectores, testimoniando así que la libertad por la cual se luchaba sería para todos los americanos, sin distinción de raza, credo o condición social.
La construcción de esa magnífica Trinidad en el brumoso amanecer del joven continente, habrá sido una imagen sublime, digna de un cuadro renacentista.
Pero la misión trascendental no podía demorarse demasiado, y así como un Cristo en su hora de gloria, también San Martín necesitaba resucitar y volver rápidamente a la tarea ya iniciada, pero para ello el destino implacable, dispuso solicitar a cambio la vida de uno de sus hombres.
El elegido, consciente de la importancia de la ofrenda, no dudó en realizarla por el bien de la América toda, obteniendo a cambio la recompensa de una discreta inmortalidad.
Este singular intercambio de energías, de vidas y de circunstancias, solo duró quince minutos, pues parece que para el acontecer de un milagro, este ínfimo fragmento de eternidad condensada, es suficiente…
Luis Pereyra
Buenos Aires / 2010